Marx y Engels describieron a la perfección los modos de producción que habían existido hasta su tiempo, creando un modelo de análisis del pasado y de la realidad que, pese a lo que digan los complacientes, sigue siendo válido para la mayoría de las disciplinas relacionadas con las ciencias sociales. Sin embargo, fallaron en sus predicciones ya que el modo de producción socialista todavía no ha llegado ni, de momento, se le espera. De un modo u otro, todos los modos de producción conocidos hasta hoy por el hombre, son la variante de uno solo, el capitalismo, sistema que tras la caída de la URSS y el debilitamiento de los partidos y sindicatos de clase, lejos de debilitarse, está recuperando la salud perdida tras el final de la Segunda Guerra Mundial. El objetivo del capitalismo, por mucho que hayan insistido sus turiferarios desde Adam Smith a Milton Friedman, no es el bienestar de los individuos dentro de una sociedad equilibrada, sino la maximización del beneficio por parte de unos pocos a costa no sólo de explotar a la mayoría, sino de destrozar la Naturaleza. Ningún código moral ni ético rige en su desenvolvimiento, ninguna norma legal puede cercenar su desarrollo, ningún drama humano disminuirlo. Sin embargo hay cosas que desde la noche de los tiempos han molestado sobremanera a ese modo de producción que hoy, desmadrado, amenaza no sólo la vida digna de los hombres, sino también la supervivencia de millones de especies y del propio medio que nos alimenta y sostiene: La democracia, el sufragio universal consciente y la unión de los hombres por encima de familias, países y continentes en defensa del derecho de todos a la felicidad.
Por primera vez en siglo y medio, el capitalismo no tiene enemigos de consideración y ha emprendido su marcha triunfal. Nada importa que la mayoría de la población mundial viva en condiciones incompatibles con los más elementales Derechos Humanos, nada que esos derechos que tanto costaron conseguir, estén desapareciendo a velocidad de vértigo en aquellos países que se los arrebataron a fuerza de luchar contra la represión, nada que la guerra contra el pobre o el diferente siga costando cada año la vida de millones de personas, nada que el Planeta esté soportando un estrés de tal calibre que hasta el clima y la vegetación hayan cambiado sus reglas de forma drástica y nada favorable para la vida, el capitalismo, en su grado más alto conocido de desarrollo, cumple a la perfección con sus objetivos, que no son otros que la conquista del poder global por una minoría que acumula riquezas sin parar, incluso en tiempos de crisis, a costa del sufrimiento y la necesidad de la inmensa mayoría.
Con frecuencia nos horrorizamos al ver las imágenes que sin querer o queriendo nos muestran los medios de comunicación. Decimos que es injusto, que es una salvajada, que algo no funciona. Y no es verdad, ni nuestro estupor ni la ineficiencia de un sistema que se basa en la explotación del hombre por el hombre, la injusticia, el saqueo y el agio. Cuando vemos a cientos de miles de personas que abandonan sus casas bombardeadas y se atreven a cruzar el Mediterráneo o el río Grande desesperados por la infelicidad, sólo estamos comprobando la diabólica dinámica de un sistema para el que —como decía Orson Welles a Joseph Cotten en lo alto de la noria del Prater— los hombres son como hormigas; cuando vemos que el tratamiento para enfermedades como la hepatitis C, la esclerosis o el cáncer rebasa con mucho lo que una persona puede ganar trabajando de sol a sol toda su vida, sólo nos cercioramos —o debiéramos— de que ni la enfermedad ni el dolor insoportable están al margen de la codicia insaciable de los devoradores de hombres; cuando intentamos librarnos de una compañía telefónica, eléctrica o gasista —perdón por el ejemplo que podría ser menudo ante los otros, pero que por su cotidianidad no lo es— que abusa y nos contesta un robot musicalizado que nos envía una y otra vez al infierno como si hubiésemos sido condenados como Sísifo a estar permanentemente atados a ellas, sólo sufrimos las inclemencias de un sistema que se ha cimentado sobre el privilegio; cuando observamos desde las entrañas de nuestra casa, pegados al televisor monocorde y desinformador, que los bancos causantes de la crisis han recibido miles de millones de dólares y euros mientras que sus víctimas son expulsadas de las casas que fueron pagando mientras tenían trabajo, cuando nos enteramos de que el veinte por ciento de los niños de países como España, incluso Cataluña, pasan hambre o malnutrición, cuando se desecha a los hombres por ser jóvenes e inexperto o por tener más de cincuenta años y una dilatada experiencia, cuando padecemos la insoportable gravedad idiotizante que a diario emiten, como droga de imposible metabolización, todos los canales de televisión, cuando sufrimos la privatización de la Escuela, el Hospital, la Pensión o el Agua, cuando oímos hablar a Mariano Rajoy, sólo constatamos que nuestro silencio complaciente es el mayor y mejor aliado de un modo de producción que a largo plazo condena al hombre a la extinción y a corto a la desgracia.
Desde la caída de la URSS —sobre el papel había alguien a quien temer—, el aburguesamiento de partidos, sindicatos e individuos y la aparición de la globalización, países, regiones y personas creyeron que sólo las salidas singulares eran eficaces para conseguir un mínimo de felicidad y bienestar. Los países ricos reclamaron para sí su riqueza negándose a compartir un mínimo de ella con aquellos otros que por su situación geográfica, su historia o su suerte no lograban escapar de la pobreza; por su lado, los territorios más prósperos dentro de un mismo Estado, exigieron su emancipación de todos aquellos que no habían logrado el éxito y gozaban de las ventajas de la miseria, y los individuos triunfadores o asimilados, demandaron la supresión de la prorporcionalidad y progresividad del IRPF, porque lo que yo gano es para mí, porque yo lo valgo, porque yo no mantengo a vagos. Ante ese panorama, el capitalismo, que nunca gustó de uniones de intereses por abajo, se frotó las manos y se dispuso a pisar el acelerador de la desigualdad en ese inmenso reino de taifas en que se ha convertido, también por abajo, la aldea global.
La tendencia a la igualdad —que no quiere decir que todos ganemos lo mismo ni que haya que vestir del mismo modo, ni mucho menos, pero sí que gocemos de iguales Derechos— crea a la larga Estados e individuos solidarios, tolerantes y benéficos; por el contrario, las salidas individuales llevan a la desigualdad, que es el caldo de cultivo más propicio al desarrollo exacerbado del capitalismo. Hoy, cuando las uniones por abajo han sido dinamitadas, cuando algunos mueren de éxito y otros de puta necesidad, cuando aceptamos como normales, la explotación, la miseria, el dolor y la represión siempre que afecten a otros, cuando callamos ante la injusticia, cuando nos negamos a ir del brazo con el otro, cuando pensamos que cabe la posibilidad de convertirnos en suizos sin saber que Suiza sólo hay una, no más somos una pieza más en el engranaje destructivo que alimenta a nuestro peor enemigo: El capitalismo salvaje.
Pedro Luis Angosto
Fuente: Nueva Tribuna